sábado, 11 de septiembre de 2010

CRÓNICA - Vinodelfin - Sala La Boite

Épica cercana y emotividad en las distancias cortas

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Con el paso de los meses y, sobre todo, de los conciertos, Vinodelfin han desarrollado un grado de complicidad con su público que sobrepasa cualquier expectativa, y que pone en evidencia casi cualquier ejemplo paralelo, por masivo que sea del panorama actual.

Porque su público se merece todos los adjetivos positivos posibles, salvo el de “numeroso”. En los últimos meses, la banda ha pasado en la capital por el Fotomatón, el Contraclub – dos veces -, el Costello, el Teatro Lara y ahora la Boite. Y en ninguna de las citas había mas de cincuenta o sesenta personas. El viernes no cambió mucho la cosa: medio centenar, aunque en la sala caben quince o veinte decenas mas. Eso sí, cada persona que había el viernes allí, valía por cinco.

Picando piedra, construyendo su camino baldosa a baldosa y ofreciendo shows cada vez más sólidos, Vinodelfin se han convertido en la gran incógnita del under nacional. ¿Por qué no dan un paso más allá? Posibilidades y condiciones las tienen de sobra. Para empezar, buenos instrumentistas. Fluren toca el teclado con la misma facilidad y fluidez con la que tú respiras, Pablo Lacolla le pega con una contundencia a la batería que levanta a la banda un par de centímetros del suelo un par de veces por canción.

Alberto es discreto, sonríe y saca el mejor sonido posible a su guitarra, llena de pasajes melódicos de lo más enérgicos, cargados de épica emotiva, grandilocuencia y perfección. Igual que Matías Luna, en su papel, sin fallar, siendo el complemento perfecto de Lacolla, otra pieza imprescindible de la maquinaria. Y al frente de todos ellos, Marcos, un gran cantante y escritor capaz de hacer elegantes y emotivas palabras que, en boca de otros, sonarían con un excesivo regusto edulcorante. Quizás ayuda que es algo excéntrico/histriónico en sus formas y maneras de atacar las canciones (no en su ropa, que cada vez es más hippie).

A lo largo de hora y media su pop vitalista y esperanzador de la escuela Elefantes cobra fuerza y carácter de banda de rock: esos punteos a lo Radiohead, esas versiones con finales espectaculares de Reconocer o Habrá salida, incitan al aplauso instintivo y a la admiración inmediata.

Hay momentos más recogidos: Amaros, íntima, mas bien delicada, que el público recibe como si se tratase de su rincón personal favorito. O Espejos, onírica, oscura, reducida a lo mínimo transmitiendo a lo grande. Hubo tiempo para recordar Perfecto en la locura, y comprobar, que, afortunadamente, han mejorado mucho con el tiempo. Mariposas se convierte en toda una descarga colectiva de buen rollo (no en modo secta), Caballo soy, en un derroche importante de poder vocal y Nieve, en un cúmulo constante de sinceras declaraciones de intenciones.

Hay que ser sincero, el sonido de la céntrica sala no estuvo a la altura en ningún momento, aunque al final los desajustes de sonido se convirtieron más en anécdota que en otra cosa (para el público por lo menos, a ellos a lo mejor no les hizo ninguna gracia).

El futuro (comercial) de la banda es una incógnita. En el terreno, llana y meramente artístico, juegan en otra liga desde hace mucho tiempo.

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